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LA ETAPA INDÍGENA

CAS I TODO LO QUE SABEMOS SOBRE LA EDUCACIÓN en la etapa anterior a la conquista española procede de las obras escritas en el siglo XVI por los frailes evangelizadores y por los indígenas que colaboraban con ellos o redactaban sus propias crónicas. En las fuentes prehispánicas, dada su naturaleza, apenas asoman escenas de la infancia en las que vemos a un niño o a un joven, en diversas acciones, a veces junto a su padre o preceptor: Pakal adolescente, que recibe un tocado de manos de su madre, en la placa oval de Palenque; Ocho Venado Garra de Jaguar, dedicado desde su infancia a las tareas de ofrenda y autosacrificio, y algunos casos más, no muchos. El tema de la enseñanza interesaba, obviamente, muchísimo a los religiosos españoles, particularmente a los franciscanos, y por eso ponían especial atención en él cuando inquirían sobre las costumbres precolombinas. Así sabemos lo importantes que fueron las distinciones de clase y de género en los procesos de enseñanza, conocemos las instituciones creadas por los indígenas para la educación formal, y apreciamos el estrecho vínculo entre guerra, sacerdocio y educación que caracterizó a las sociedades prehispánicas. Sin embargo, sólo es posible ofrecer un panorama completo de la educación entre los nahuas del centro de México, donde más se concentraron las indagaciones, las fuentes y también los experimentos educativos coloniales. La apretada síntesis que veremos ahora reflejará, sobre todo, lo que sabemos de los nahuas, que es aplicable en términos generales a otros grupos, si bien hay que considerar que ninguno alcanzó la complejidad y los matices propios de sociedades urbanas como las de Tenochtitlan, Tetzcoco o Culhuacán.

INFANCI A

Las bien conocidas imágenes de los folios 58 a 60 del Códice Mendocino nos informan sobre una situación que las fuentes escritas confirman y es casi de sentido común para sociedades preindustriales: que los niños convivían estrechamente con sus padres y se iban convirtiendo en sus colaboradores a la vez que aprendían sus oficios y tareas, como pescar, cortar leña o acarrear mercancías. Las niñas, dedicadas preferentemente a trabajos que se hacían en el hogar, como hilar, tejer y moler en el metate, y los niños en tareas que podían requerir incursiones al lago o al campo. Los hijos de los nobles también pasaban con sus padres los primeros años de vida, o al menos con sus madres. Está claro que los jueces y gobernantes se dedicaban durante el día y la tarde a las obligaciones propias de sus cargos y recibían ocasionalmente, con cierta solemnidad, la visita de sus hijos. Los ayos y ayas se mencionan con mucha frecuencia en las fuentes, y en algún caso se precisa que era a la edad de seis años cuando los niños quedaban a cargo de estos sirvientes y preceptores. En forma vivida, describe alguna fuente a estos ayos en la acción de guiar a los niños nobles por la calle y darles indicaciones sobre el modo en que debían saludar a los transeúntes para demostrar su excelente educación y "clase". En el caso de las niñas nobles, son estas ayas las encargadas, incluso en su adolescencia, de acompañarlas por los jardines de palacio y en sus raras salidas a la calle y al mercado, para cuidar su honra. Las ayas les insistían en que se condujeran con recato y sin duda las hostigaban cuando, por ejemplo, las pellizcaban si habían levantado la vista para mirar a alguien. 

Las imágenes de fuertes castigos corporales que aparecen en las citadas láminas del Códice Mendocino coinciden también con las noticias de las fuentes escritas en el siglo XVI sobre la dureza con la que eran reprendidos los niños —nobles y plebeyos— en la antigüedad. Los textos nahuas dicen que los niños eran conducidos "con el palo, con la piedra", o bien "con el agua fría, con la ortiga". Este tipo de frases dobles, habitualmente metafóricas, aluden en este caso a prácticas que, en efecto, solían emplearse en la educación de los niños. Los golpes eran comunes, a veces con troncos, y también era frecuente acostar a los niños en tierra mojada, hacerles cortes en las orejas y—el que acaso fuera el castigo más cruel— obligarles a inhalar el humo acre de chiles puestos a las brasas. Las fuentes no permiten resolver, en definitiva, la cuestión de la edad a la cual los niños entraban a la escuela, pero son claras y ofrecen información inequívoca sobre la existencia de una educación escolar para la totalidad de los varones nahuas y algunas mujeres. Sabemos que los niños eran "prometidos" al templo, tras su nacimiento, y que así adquirían los padres el compromiso religioso de llevarlos a la escuela adjunta al templo cuando el momento llegara. Todo parece indicar que las escuelas estaban vinculadas a los templos, formal y espacialmente, aunque el carácter religioso de la edLicación es mucho más enfático en el caso de las escuelas de los nobles. Hemos de conformarnos con saber que los niños entraban a la escuela cuando eran "mancebillos", cuando eran telpuchtotontin, probablemente entre los diez y los doce años. Las instituciones de enseñanza e internación que se mencionan en las fuentes son telpochcalli, literalmente "casa de jóvenes" (a la cual nos referiremos en femenino, la telpochalli); calmécac, que significa "en la línea de la casa" o "en el linaje de la casa"; cuicacalli, casa de canto" e ichpuchcalli, o "casa de doncellas".

EL MAESTRO Y LA ENSEÑANZ A

Los informantes indígenas que trabajaron con Sahagún describen con estas palabras al maestro: "tlacazcaltiani, tlacaoapaoani, in teixcoioniani, in tenacaztlapoani. In imac, in icamac ca in alcecec, in tzitzicaztli". La traducción: "el que enseña, el que educa, el que horada el rostro a la gente, el que destapa las orejas de la gente. En sus manos, en su boca, está el agua fría, la ortiga". Los verbos a partir de los cuales se construyen los términos enseñar y educar son izcaltia y uapaua, respectivamente: hacer crecer, en un sentido biológico —el primero— y endurecer —el segundo. El maestro ayuda al niño a crecer y a endurecerse. La idea de abrir o destapar los orificios que permiten la visión y la audición sugiere un adiestramiento de la percepción. Pero, si tomamos en cuenta que la expresión teixcoioniani se refiere a la perforación del rostro en su conjunto, no habría por qué excluir la apermra de la boca, y por lo tanto el término aludiría también, claramente, una vez más, a la expresión. La frase "el agua fría y la ortiga" enuncia metafóricamente el castigo, que podía consistir en una reprensión verbal o en una pena física, como decíamos antes, de azotes u otros golpes. Entre las conductas que se deseaba obtener de los jóvenes en la antigua sociedad nahua, destaca la diligencia, la rapidez para cumplir con las encomiendas.

Se rechaza tajantemente la holgazanería: "no serás como cosota de piedra, como de piedrota, como frutota", se le dice al jovencito para exigirle que no actúe con lentitud como si pesara una enormidad. Y en cuanto a las faltas sobre las cuales se lanzan las advertencias más frecuentes, se trata sin. duda del robo y el adulterio. Ambas transgresiones, que además eran delitos perseguidos y juzgados por los tribunales de los reinos nahtias, se expresan con sendas metáforas: se le pide al joven que no se arroje sobre las ollas y los cajetes ajenos, es decir, sobre las propiedades de otros. E igualmente se le exige que se abstenga de burlarse o irse encima de la falda y el huípil ajenos. Es importante señalar que en la sociedad mesoamericana, como en otras de la historia, el adulterio ocurría cuando una mujer casada tenía relaciones sexuales con un hombre de cualquier estado, pero no ctiando un hombre casado hacía lo mismo. Por lo tanto, el adulterio ocurría cuando un hombre, quien quiera que ftiese, se arrojaba sobre la mujer de otro, la que era, digamos, posesión de otro: "la falda de alguien, el huípil de alguien". Tanto para hablar del robo como para hacer referencia al adulterio, se utilizaba la expresión de irse encima o abalanzarse. Es una expresión que evoca con claridad la preocupación por el descontrol, la locura o el arrebato, frecuentemente apreciable en los textos nahuas. De quien se embriagaba, de quien se sentaba desgarbadamente con el trasero en el piso, de quien iba dando tumbos por los caminos, se desplomaba en la calle y permanecía allí durante la noche, se decía, con dureza "ye amo tlácatl", "ya no es persona".

A los nobles se les exigía una conducta ejemplar, que justificara su posición de privilegio y su monopolio de los cargos en el gobierno: se les pedía que fueran especialmente diligentes, sobrios en su actuación, prestos en el saludo y otras cortesías y, desde luego, más rigurosos en sus desvelos y ayunos religiosos.

Sobre la sexualidad se puede decir, sin entrar en más detalles de los que la extensión de este texto permite, que las fuentes exhiben cierta ambigüedad. Esto se debe a la ambivalencia que prevalecía en la sociedad prehispánica. Se elogia la abstinencia como un rasgo de autocontrol, como parte de la austera vida escolar, e incluso se subraya el mayor rigor que, en ese terreno, caracterizaba a los muchachos nobles. Pero las mismas fuentes nos permiten observar que, hacia el crepúsculo, en las casas del canto o cuicacallis^ muchachos y muchachas concertaban citas para encontrarse más tarde, al amparo de la oscuridad, y pasar la noche juntos, en la casa familiar del muchacho. Las fuentes son claras al explicar qLie buena parte de los matrimonios populares comenzaban con el concubinato y sólo después de un tiempo se 24 HISTORIA MÍNIMA • LA EDUCACIÓN EN MÉXICO formalizaban. También son claras al indicar que los jóvenes nobles tenían varias mujeres antes de escoger a las que serían sus esposas. La escuela mexica procuraba el celibato y castigaba los excesos, pero no parece que se haya propuesto imponer una costumbre diferente a la que, seguramente, había predominado durante siglos.

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