EL ENTUSIASMO POR LA INDEPENDENCIA
U N A DE LAS CONSECUENCIAS DE LA INDEPENDENCIA fue tener a quién echar la culpa del atraso del país. Denunciar a las autoridades peninsulares por sus corruptelas, malquerencias, falta de voluntad, desprecio hacia lo novohispano y deseos de perpetuar la ignorancia de la población fueron apenas algunos de los cargos lanzados a los realistas durante la guerra de independencia, que posteriormente se convirtieron en justificación para renunciar a los lazos de fidelidad a la madre patria y explicar la dificultad de remediar abusos y olvidos. Carlos María de Bustamante, prolijo escritor y polemista creador de mitos nacionales, decía en 1821 que a los mexicanos "aún no les sale el susto que les dieron sus opresores", y que los "malos" —fueran peninsulares o criollos leales a la corona y a las viejas ideas— habían cometido incontables crímenes contra la cultura. Bustamante reclamó a los retrógrados que, con espíritu mezquino, habían diezmado los libros nuevos de las bibliotecas y habían azuzado la animadversión hacia las últimas corrientes filosóficas, acentuando las rivalidades que envenenaban el ambiente académico. El mito de los malévolos españoles que quisieron mantener en la ignorancia a los americanos influyó en el ánimo del político y futuro historiador Lucas Alamán, quien en 1822 criticó "el estado de abyección y abatimiento en que [la Nueva España] permaneció por tres siglos". Observó que el gobierno despótico español dudaba de "si era conveniente extender las luces y la cultura a las clases menos acomodadas de la sociedad". Un contemporáneo de Alamán, José María Luis Mora, también atribuía las desgracias de la República a sus antiguos dueños. "El pueblo, al verificarse la independencia, era como lo habían constituido los españoles y lo había empeorado la revolución, es decir, ignorante y pobre". No era de extrañar, decían las autoridades, que los indígenas no conocieran el español ni pudieran gozar de las bondades del modelo urbano occidental de vida, el único compatible, se creía, con la civilización moderna. Estas voces, las de los autores citados, clérigos, políticos y demás profesionistas, se congratulaban de las lisonjeras esperanzas para el futuro. Pronto entendieron que los problemas superaban las buenas o malas políticas de antaño, así como las mejores intenciones de los mexicanos recién independizados. La actitud hacia el quehacer educativo se fue matizando con el transcurso del tiempo. Aunque Alamán promovió la educación de primeras letras en la creencia de que "sin instrucción no hay libertad", al final de su vida añoraba el orden virreinal que imponía a cada quien el reconocimiento de su lugar en el mundo y el cumplimiento de SLIS derechos y obligaciones como cristiano y como ciudadano. Alamán deseaba conservar lo que había funcionado mejor antes de la independencia, la religiosidad del pueblo, y combinarlo con la búsqueda del progreso material. Al mismo tiempo, no rechazaba la idea de una educación liberal que haría hincapié en el aprendizaje de idiomas modernos, en el empleo de textos recién redactados, muchos de ellos franceses, y en la apertura hacia todo el conocimiento. Más bien, el conflicto entre tradicionalistas y liberales surgía a la hora de retirar la enseñanza religiosa del plan de estudios. Las denuncias en contra del antiguo régimen se complementaron con otra, la de la desmedida influencia del clero en la formación académica de los jóvenes. A Mora le debemos la idea equivocada del "monopolio del clero en la educación". La Iglesia estaba lejos de ejercer un monopolio educativo puesto que desde el siglo XV Los totonacas, entre muchos otros pueblos, vivían lejos del mundo académico. se había organizado el gremio de maestros seglares y las mujeres abrían "amigas" para niñas; asimismo, en la Universidad, financiada por el rey, había una facultad de Medicina, sin asistencia de clérigos. A lo largo del periodo virreinal y hasta la guerra de Reforma la enseñanza de primeras letras fue la misma, ya sea que la patrocinara el ayuntamiento, la parroquia o algún convento. El hecho de que la cultura fuera católica no significaba que la Iglesia, como institución, monopolizara la transmisión del saber. La persistencia de este mito hasta la fecha distorsiona la historia de la educación en México. "La espantosa ignorancia del pueblo mexicano", como decían los escritores de aquel entonces, no era tal. Promover el bien común y el conocimiento útil se convirtieron en lemas que empezaron a ponerse en práctica a finales del siglo xvin. El establecimiento de instituciones de estudios superiores independientes de la Universidad es muestra de-esta tendencia. También lo son los primeros pasos hacia una educación universal (por lo menos de los varones) formalizados en un artículo de la Constitución de la Monarquía Española de 1812, en el que se ordenaba abrir escuelas de primeras letras en todos los pueblos del imperio.
ENFRENTARSE A LA CRUDA REALIDAD
El año de 1821 no fue un parteaguas en la educación. Desde la colonia temprana, las pocas escuelas de primeras letras estuvieron bajo la administración de los ayuntamientos, directamente o mediante el gremio de maestros. Para finales del siglo xvm, los ayuntamientos desempeñaron un papel activo en la creación de escuelas municipales; les tocaba rentar los locales, financiar y vigilar su funcionamiento, examinar, contratar y despedir a los maestros e invitar al párroco a acreditar la capacidad del maestro para impartir la doctrina cristiana. Nada de esto se modificó a la hora de sustituir una monarquía lejana por una suprema junta gubernativa, triunvirato, regencia, emperador, presidente o dictador militar, entre las muchas autoridades que rigieron al país durante las primeras décadas de frágil vida independiente. El Estado nacional no tenía ingerencia en la educación primaria más allá de fomentarla, salvo en el Distrito Federal y en los territorios, de manera que no la apoyó sino con la promulgación de leyes como la de testamentos, que obligaban a donar una pequeña suma de dinero (la manda forzosa) si no había herederos. A partir de 1822 se estableció en la ciudad de México la Compañía Lancasteriana, una sociedad de beneficencia que logró reunir, a pesar de sus diferencias, a buen número de políticos, escritores y clérigos ansiosos de reducir los índices de analfabetismo. Tres temas les inquietaban: transferir el sentimiento de lealtad de la figura paterna del rey al concepto abstracto de Estado moderno; convertir a la siguiente generación de jóvenes en buenos ciudadanos, conscientes de sus obligaciones hacia el Estado, y formar obreros calificados y responsables. La enseñanza mutua (con inspectores y monitores, niños más avanzados que instruían a los demás), mediante la cual se llevaba lectura y escritura en clases subsecuentes en cada jornada escolar (al contrario del sistema antiguo, de aprender primero a leer y después a escribir), conocida como el sistema lancasteriano, atendía a los niños pobres, el sector que más interesaba al gobierno adoctrinar en la nueva realidad política y laboral. El sistema lancasteriano tuvo éxito, pues logró aumentar el nú- mero de inscritos en zonas urbanas, estableció normales (donde los jóvenes aprendían a impartir los mismos conocimientos que acababan de adquirir), promovió clases de dibujo, dominicales, nocturnas y de adultos, difundió la cartilla lancasteriana y, en 1842, el gobierno central le confió la Dirección General de Instrucción Primaria para todo el país. Esto fue el principio de una auténtica centralización educativa, de un manual para maestros único y obligatorio y de una docencia rigurosamente uniforme, por lo menos en teoría. La Dirección duró poco más de tres años, tiempo durante el cual rigieron las Bases Orgánicas que permitieron ordenar desde el centro la vida política, económica y educativa de los departamentos (que sustituyeron a los estados). Las primeras escuelas normales se establecieron bajo el sistema lancasteriano en Zacatecas y Oaxaca, que compitieron por ser los pioneros en este tipo de enseñanza (donde se "norma" la enseñanza en un curso que duraba de cuatro a seis meses). Estas normales no lo eran en el sentido moderno de la palabra, pues no se daba un solo curso de pedagogía. El niño es el gran ausente en la historia de esta época: se habla de planes y proyectos, de directores y escritores, de maestros, pero casi nunca de niños, Pues eran actores pasivos: se les obligaba o se les prohibía asistir a la escuela, según el criterio de los padres (más bien del padre) y se les sometía a un método pedagógico cuyo lema era "la letra con sangre entra". La escuela mantenía la disciplina utilizando el miedo a un maestro equipado con un látigo, palmeta o varilla de uso frecuente, lo que hacía de aquélla un lugar de fastidio, aburrimiento y humillación, de lágrimas y de dolor para los niños que no tenían buena memoria. Al restablecerse el federalismo en 1846, las juntas subalternas lancasterianas se convirtieron en Juntas de Estudio. Las pocas personas que se interesaban en las cuestiones educativas participaban en los diferentes regímenes de gobierno, fueran federales o centrales. Hasta no empezar a discutir la Constitución de 1857, la educación, sobre todo de primeras letras, no provocó mayores desacuerdos entre los grupos sociales, ya que existía un consenso en cuanto a la enseñanza básica: doctrina cristiana, junto con lectura, escritura y, si se podía, aritmética y dibujo. Este consenso se perdió para siempre después de la derrota sufrida por los sectores más tradicionalistas de la Iglesia en la guerra de Reforma.