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APENAS TRANSCURRIDAS TRES DÉCADAS DE LA CONQUISTA y del inicio de la evangelización, el desorden de los primeros momentos se había superado, y con él los generosos intentos de hacer accesible la educación superior a la población aborigen. También tocaban a su fin las improvisaciones de los regulares y las indecisiones de la jerarquía secular. De la urgencia por lograr la conversión de millones de indios se pasaba a la metódica catequesis y a la sistemática expansión de las misiones. Las autoridades fijaban el rumbo e incluso entre los frailes el entusiasmo cedía lugar al desaliento. Como reconoció fray Juan de Torquemada "este primitivo fervor duró cosa de 30 años... y ya no ha quedado rastro." Además, ante la realidad de una población criolla y mestiza en aumento, se pensaba en la necesidad de proporcionar formación adecuada a niños y jóvenes de todos los grupos sociales. Los concilios provinciales reunidos para ordenar la vida religiosa de la Nueva España fueron estableciendo los pasos sucesivos para definir la nueva orientación en la enseñanza de los indios, al mismo tiempo que disposiciones reales y decisiones del gobierno local impulsaban y organizaban los estudios de los criollos e intentaban controlar las costumbres de una población que se salía del molde previsto de los dos órdenes: la "reptiblica de indios" y la de los españoles. La población indígena seguía siendo más numerosa que la de españoles en gran proporción, y, sin embargo, en las ciudades ya se sentía una importante presencia de criollos y peninsulares, y como consecuencia de la importación de esclavos africanos, los rruilatos aumentaban casi tanto como los mestizos. En poco tiempo se había generado una compleja población que desafiaba la experiencia de las autoridades; con ella se complicaban también los problemas y se planteaban preguntas en cuanto a la forma de educación que debería darse a todos. Era invariable la convicción de que evangelizar a los naturales era tarea primordial, de la que dependía la legitimación de la conquista, y de que ello exigía imponer nuevas costumbres, buenas costumbres, las que diferenciaban a los cristianos de los salvajes y a los españoles portadores del mensaje mesiánico de los idólatras dominados por Satanás. Quedaba implícito que el mensaje cristiano era universal, que las normas morales obligaban a todos por igual, pero también que, dentro del orden jerárquico, eran diferentes el compromiso de los señores y el de los vasallos. Distintas eran las virtudes de unos y otros y muy diferentes los pecados a los que se inclinaban; y ya no se discutía la capacidad intelectual de los indios mesoamericanos sino que se imponía el criterio pragmático de enseñarles tan sólo lo que se consideraba esencial para su salvación y aquello que era adecuado a la posición que les correspondía ocupar en la sociedad. La nobleza indígena, que desempeñó un papel fundamental durante los primeros arios, fue paulatinamente desplazada cuando su función como mediadora perdió importancia, cuando el valor relativo del tributo resultó insignificante frente a la explotación de los recursos mineros y agrícolas, y, en consecuencia, cuando fue necesario establecer nuevos métodos de trabajo. Mediatizados por la acción de las autoridades locales espafiolas, alejados del sacerdocio y sin posibilidad de acceder a cargos administrativos, los caciques y señores quedaron también al margen de los estudios, Y ello pese a que formalmente la Real Universidad, que se erigió en 1553 en la capital del virreinato, estaba destinada a "los hijos de los naturales y de los españoles". La universidad de México, la Segunda de fundación real en América, según las fechas de las cédulas fundacionales de Lima y de México, de 1551, fue la primera en impartir clases y otorgar grados, a partir de enero de 1553. En estas circunstancias, y al considerar los intereses de los españoles y las necesidades de los indios, las exigencias de la economía y los prejuicios de la sociedad, los imperativos de dominio y la influencia del humanismo, se impone preguntarse qué entendían unos y otros por educación, cómo se llevó a la práctica, si existió uno solo o varios modelos educativos y quiénes se beneficiaron de ello. Por motivos políticos y de gobierno no hubo duda de que se requería evangelizar a los naturales y de que tal empeño implicaba educación. No sólo se trataba de asegurar la legitimidad del dominio efectivo, sino también de desalentar posibles brotes de rebeldía y de afianzar un orden social ajeno a tradiciones locales. Se pensaba que buenos cristianos serían vasallos sumisos, y los hechos mostraron que tal presunción era atinada. Dentro del orden indiscutido, a los españoles, como superiores naturales, les correspondía una educación diferente. Con una lógica similar a la que había dado origen a los dos tipos de escuelas del señorío mexica, que también sería la que sustentaría la justificación de los imperios coloniales, quien tenía el poder era, o debería ser, quien además tuviera mayor conocimiento y un comportamiento ejemplar. Claro que la ejemplaridad de los españoles dejaba mucho que desear, como denunciaron repetidamente los religiosos, pero, al menos en teoría, los peninsulares y los criollos en general y los eclesiásticos en particular eran responsables de educar con su ejemplo. Estas ideas estuvieron latentes en las decisiones relativas a la educación, que nunca formaron un sistema estructurado de enseñanza, pero que respondieron a la política real y a la organización social del virreinato. Las pugnas entre autoridades civiles y eclesiásticas y entre regulares y seculares, así como entre la Real Universidad y los colegios de las órdenes regulares no llegaron a alterar ese orden, sino que lo adaptaron a las necesidades de cada momento.

LA ENSEÑANZA DE LAS PRIMERAS LETRAS

Lo que hoy nos parece un contrasentido fue algo espontáneo en la organización de los estudios del México colonial. Se comenzó por lo más difícil y de mayor responsabilidad (la Universidad) para terminar con. lo más sencillo y elemental. Es decir, que la reglamentación de los estudios elementales fue la última que se tomó en cuenta, cuando ya se impartían cursos en la Universidad, los jesuítas tenían numerosos colegios y había maestros que enseñaban a leer y escribir en las principales ciudades del virreinato. No podemos saber la fecha en que llegaron los primeros maestros laicos, puesto que no dejaron registro de su llegada, pero es indudable que los vecinos más encumbrados de las ciudades procuraron dar instrucción a sus hijos desde que se asentaron en forma definitiva y decidieron consolidar el prestigio de sus familias. Así que hubo maestros particulares que residieron en las grandes mansiones y también los hubo, más modestos, que recibían alumnos en sus casas y cobraban por las lecciones. Aumentó la población y con ella las escuelas particulares, que compitieron por las mejores calles en donde podían contar con más estudiantes, que cobraron lo que pudieron conseguir y que enseñaron a los pequeños primeras letras con mayor o menor habilidad según sus propias capacidades. Todo ello incomodó a los pocos maestros que contaban con buena formación y que se sentían víctimas de competencia desleal. Su insistencia ante el virrey logró que se dictasen las primeras Ordenanzas del muy noble arte de leer y escribir, promulgadas por el virrey Conde de Monterrey en enero de 1601. La primera se refería a la necesidad de que los maestros aprobasen un examen antes de autorizarles la apertura de la escuela. La segunda prohibía que ejercieran la profesión los negros, indios o mulatos y exigía a los españoles presentación de comprobante de ser descendientes de cristianos viejos; pero en el mismo momento en que se publicaron, la segunda ordenanza quedó en suspenso ya que el virrey consideró que serían poquísimos los que hubieran podido admitirse con tales exigencias. Las otras ordenanzas establecían los conocimientos exigibles a los maestros, las distancias entre una y otra escuela y los horarios para enseñar catecismo (por la mañana) lectura, escritura y las reglas básicas de aritmética. Aunque quizá nunca se cumplieron con rigor, en la ciudad de México estuvieron vigentes las ordenanzas, hubo ocasionales reclamaciones por el incumplimiento de algunos puntos y desde comienzos del siglo xvm se insistió en que ya era momento de poner en vigor la segunda ordenanza. También hay algunas referencias sobre las normas aplicadas a las escuelas en la ciudad de Puebla de los Angeles, pero no hay noticia de otros lugares en los que el reducido número de maestros y de escolares parecía hacer innecesarias o inaplicables las ordenanzas. Según la costumbre y con apego a lo establecido, los maestros comenzaban el día con la enseñanza del catecismo y seguían con la lectura, por el sistema de memorizar el alfabeto, practicar el deletreo y silabeo hasta completar la lectura de palabras, párrafos V textos largos. No sólo se debía leer la letra impresa sino también manuscrita en sus diversas formas habituales, lo que era lógico en sociedad en la que toda la documentación se escribía a mano. Los alumnos aventajados podían pasar a la clase de escritura, en la que aprenderían los mismos tipos de letra. Lo que se aprendía de artitmética era sumar, restar, multiplicar, "partir y medio partir", en lo que se incluían fracciones. Los maestros de primeras letras no estaban autorizados a enseñar gramática latina, para lo cual había maestros especializados, que nunca tuvieron ordenanzas o reglamento particular. Dada la competencia de las escuelas de los jesuítas y de las clases impartidas en los noviciados de otras órdenes regulares, fueron pocos los maestros de Humanidades que se establecieron en las ciudades novohispanas; todos o casi todos fueron clérigos que sabían latín por sus estudios en el seminario. En ciudades con poca población, los mismos jesuítas se opusieron a que hubiera particulares que compitiesen con ellos y les exigieron cancelar las clases bajo la amenaza de cerrar las suyas, lo cual iba en contra de lo establecido por los fundadores que habían aportado sus bienes para el establecimiento del colegio. El número de alumnos en las escuelas de primeras letras dependía, en gran parte, de la ubicación de la escuela y de la popularidad del maestro. Siempre hubo quejas por el establecimiento de alguna nueva escuela demasiado cerca de otra, ya que las ordenanzas establecían que la distancia mínima entre dos escuelas era de dos calles "en cuadro". La razón era que los maestros contaban con la asistencia de los niños que vivían en las casas más próximas y veían mermada la asistencia con la cercanía de un competidor. También se preferían las zonas de la ciudad en que habitaban familias acomodadas, capaces de pagar la modesta colegiatura. Los 30 ó 40 alumnos que acudirían en promedio a una escuela bien situada, podrían pagar entre 20 y 50 pesos al año, sin que hubiera una cuota fija, ni siquiera dentro de la misma escuela; el pago dependía de las exigencias del maestro y de la capacidad económica de las familias que llevaban a sus hijos. Mientras en las ciudades de México y Puebla había un número de escuelas particulares que parecía dar suficiente atención a los niños que la demandaban, en las demás ciudades del virreinato eran muy pocos o no había ningún maestro de primeras letras. Los colegios de la Compañía de Jesús suplieron esa carencia, de modo qtie abrieron escuelas, casi siempre a cargo de un hermano coadjutor, no de un jesuíta profeso, y fueron, por tanto, quienes enseñaron a leer y escribir a quienes llegaron a hacerlo, con excepción de aquellas dos ciudades que no parecían necesitarlo.

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